Sección testimonio: Guerra y trabajo II

En el número anterior (1 mayo 2024) presentamos el testimonio de Jan Hagelstein, mecánico y sindicalista de la Unión Industrial de Trabajadores del Metal (IGM) que nos habló del poco espacio que el antimilitarismo tiene actualmente en el sindicalismo alemán y de las garantías de quienes trabajan en la industria del armamento: “la gente gana más dinero, está mejor organizada y tiene empleos seguros”. Esto no es nuevo ni inusual: las guerras se caracterizan por mejorar las tasas de empleo y en ocasiones también los salarios y las condiciones de trabajo (el caso inglés durante la primera guerra mundial es al respecto paradigmático). Pero el precio de estos beneficios puede ser alto, inimaginable incluso, dependiendo del frente en que se trabaja y de la posición que se ejerce.

Los fragmentos del relato de Nakajima Yoshimi que presentamos a continuación traducidos al español dejan ver los dramas que el trabajo en tiempos de guerra puede conllevar. Yoshimi trabajó produciendo armas químicas en los años 1930 y 1940, en la fábrica de gases de la isla Okunoshima, Japón. En los tiempos de mayor producción llegaron a trabajar seis mil personas y actualmente las instalaciones forman parte del circuito de museos de la guerra. El relato de Yoshimi fue registrado a fines de los 1980 en el Hospital Tadanoumi, cuando Nakajima tenía 82 años y sus problemas bronquiales producto del gas químico apenas le dejaban hablar. La versión original y completa del relato, titulado “La isla del gas venenoso”, se encuentra en el libro de los historiadores Haruko Taya y Theodore F. Cook “Japan at War: An Oral History”, editado en 1992 por New Press en Nueva York, y descargable en https://annas-archive.org/

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Estaba realmente feliz cuando comencé ese trabajo. Cuando me contrataron, no sabía exactamente qué iba a hacer. No sabía mucho sobre gas venenoso. Había poco trabajo debido a una recesión, y este era un empleo que duraría tanto como durara el Ejército Imperial. Así que fui a la isla. Allí fabricábamos gas sofocante, gas mostaza, gas lacrimógeno y gas asfixiante. Una sola inhalación de este último y estabas muerto. Sabíamos qué tipo de gas íbamos a producir por las materias primas: ácido clorhídrico, ácido sulfúrico, sal común. Había un lugar llamado “la cámara”, una sala cerrada con vidrio, donde se trabajaba directamente con el gas. Yo me dedicaba principalmente a la fabricación de iperita, un gas mostaza. Este gas era persistente, lo que significaba que no se dispersaba fácilmente. Al producirlo, teníamos que usar trajes protectores completos —los llamábamos “trajes pulpo”. Eran insoportables en verano.

El aire en la cámara se suponía que debía mantenerse limpio mediante un sistema de extracción, pero el veneno era realmente fuerte. Corroía el ventilador, que a menudo se estropeaba. Cuando no funcionaba, la cámara se llenaba de gas. Incluso usando máscaras antigás, se inhalaba algo. Incluso con guantes de goma, trajes y pantalones puestos, el gas entraba por las rendijas o uniones y alcanzaba la piel. Cuando funcionaban, esos ventiladores hacían un tremendo ruido de viento al evacuar el aire del edificio de la fábrica (…) Si llovía, los gases expulsados caían al suelo. Los pinos detrás de la fábrica de gas mostaza se marchitaban y morían. Desde 1937 hasta 1944, trabajé aquí. Casi siete años en la Cámara A-2. Éramos unos veinte fabricando gas mostaza. Realmente no teníamos días libres. Ni sábados ni domingos. Doce horas al día. A veces tenía que trabajar durante toda la noche. No podíamos tomarnos un día libre a menos que el médico nos autorizara. No era algo voluntario. Era por orden de los superiores. El jefe de la fábrica era un coronel (…)

Se me formaban ampollas en las manos y en las piernas. Bajo una fina capa de piel, se acumulaba agua. Si se rompía, dolía terriblemente durante mucho tiempo. Iba a la enfermería y me ponían un poco de talco para tratarlo, pero no hacía mucho efecto inmediato. La piel se rompía y salía sangre y pus. Lo más duro era la tos del pecho que te dejaba el gas venenoso. Además de eso, a veces en casa el dolor en el pecho era terrible. ¡De pronto no podía respirar! Eso me pasó cuatro o cinco veces. Si me agarraba de la almohada, me sentaba, la presionaba contra el pecho y estiraba el cuerpo, entonces podía respirar, apenas. Eso sí, respirando muy despacio. Era joven entonces, por eso no morí. Incluso cuando me pasaba algo así, al día siguiente iba a la fábrica. Iba en bicicleta hasta la estación, tomaba el tren hasta el barco, y en barco hasta la isla. En el pequeño puerto de Tadanoumi se alineaban cinco o seis barcos para llevar a los trabajadores. No sé cuántos éramos, quizá cinco mil trabajaban allí. Llegaba al trabajo alrededor de las ocho (…)

En verano, cuando la temperatura superaba los treinta grados centígrados, los contenedores del gas Tipo Amarillo-1B a veces estallaban, así que unos diez de nosotros teníamos que ir a liberar el gas acumulado antes de que eso ocurriera. Corría el rumor de que ese gas se llevaba a China. Está bastante claro que se lo llevaban a algún sitio. Nosotros, que lo fabricábamos, sufríamos ampollas en la piel, y esta comenzaba a pudrirse, así que sabía perfectamente lo que ocurría si se usaba. Las ampollas más grandes podían medir cinco o seis centímetros de diámetro. Las pequeñas eran del tamaño de la marca que queda al presionar con el dedo el brazo. Mi familia sabía lo que hacía, aunque yo había firmado un juramento de confidencialidad comprometiéndome a no contárselo ni siquiera a ellos. Tenía la piel toda áspera y en carne viva. A veces brotaba sangre. Incluso los órganos internos sufrían daños. Mi cara se volvió muy oscura, casi negra. Usábamos máscaras antigás, pero… Cada vez que subía al tren, incluso si estaba lleno, apenas me acercaba la gente se apartaba y me cedía su asiento. Pensaban que era leproso. No sabían que trabajaba en la fábrica. Tenía los testículos completamente en carne viva. Así estaba todo mi cuerpo (…)

Me dolía caminar. Me sentía débil, tosía todo el tiempo. Mi rostro estaba negro. La piel se me pelaba por todo el cuerpo. Aún tengo manchas. Como esta debajo del brazo [Se remanga el yukata y muestra una mancha negra y escamosa, del tamaño aproximado de una moneda grande. Es dura al tacto]. También en la espalda. Son negras, ásperas. Cuando el alto mando del ejército, el general Hayashi Senjiiro, vino a visitar la fábrica, otros dos trabajadores y yo le mostramos nuestros cuerpos heridos. Nos quitamos la camisa para que viera. Esos dos murieron después de la guerra, escupiendo sangre. Todos mis compañeros de trabajo han muerto. Algunos tuvieron que hacerse un agujero en la garganta para poder respirar. Cuando hacía trabajo adicional, ganaba doscientos yenes. Más que un director de escuela. Cuando fabricaba gas mostaza, me pagaban una “prima por gas”. El sueldo aumentaba si trabajabas en el turno nocturno. Compraba todo con cupones en la tienda de la fábrica. Dulces y sake. No sake real, era sintético, pero en el pueblo no había azúcar ni nada parecido. Así que nunca me quedaba mucho cuando entregaban el dinero en efectivo.

Estuve en el frente de China como soldado durante un año. Luego, en 1943, me enviaron a entrenarme con una unidad de tanques. Casi de inmediato me dijeron: “Vuelve a casa. Tu cuerpo está destrozado por el gas venenoso.” Los demás fueron a Iwo Jima. Allí dieron la vida. No puedo dejar de llorar, incluso ahora, cuando pienso en esos hombres. Luego, empiezo a toser.

Recibí otra orden de alistamiento en 1944, y fui a Hiroshima. Artillería de campaña. Luego a la escuela de armamento en Chiba. Después, terminó la guerra. Nos alineamos para escuchar la radio. Para oír el mensaje del Emperador (…) Me desmayé. Un par de personas me sacaron cargado. Me dio una tristeza enorme. Trabajamos sin descanso para ganar. Por eso lo hacíamos. Y no sirvió de nada, todo fue en vano. Cada vez que toso, recuerdo todas esas cosas terribles.

Carla Modotti